Marian Montesdeoca

Sucede que me canso de ser perro Tal vez el zorro de Saint-Exupéry pronunciara un día estas palabras. Pero antes de que eso ocurriera habría suplicado al niño “Domestícame”, y el niño le habría invitado a ser paciente, a sentarse cada vez más cerca hasta que, por fin, lo domeñara. Entonces el zorro habría llorado y es posible que dijera —o se dijera—: “Sucede que me canso de ser zorro”. Zorro o can, el amigo peludo de Javier Ayuso fue bestia en un día lejano, mucho antes de que el propio Ayuso existiera. El Principito y el zorro temían estar solos, y por eso sellaron su amistad, como antídoto, rindiéndose a la domesticación. Este can, sin embargo, no huye de la soledad sino que, más bien, pareciera tener miedo de ser demasiado humano. Lo dicen sus ojos, lo dice su silencio, colmado de vocablos sin pronunciar. “Sucede que a veces me canso de ser perro”, afirmó Ayuso, “Lo mismo te digo, amigo mío”, le respondió el can. Domesticados ambos, ambos amigos, se enfrentarán, cada uno, a la soledad profunda de la existencia, a la certeza de estar vagando por el hipermercado vacío en busca de algo que comer, por la noche cerrada, bajo las mantas del invierno, de estar vagando incluso por la visión del horror de un montón de cadáveres de su misma especie. Los dos, hombre y perro, atemorizados por la conciencia de los golpes. Los ojos del can son los ojos del hombre; como Axolot, animal y humano son uno. Porque por mucho que dijera Saint-Exupéry, para domesticar no basta con pedir delicadamente al otro que se acerque y sea paciente. No. Se domestica con los golpes, nos domesticamos con los golpes, desde el principio de los tiempos. Linneo lo llamó evolución, pero nosotros, más conservadores tal vez, más edulcorados, o alienados, o autoengañados, exhibimos nuestra fe en el progreso y tenemos el cinismo de llamar a este proceso “conquista de la libertad”. Pero ¿puede haber libertad en la pertenencia a una especie socializada? Vivir en sociedad comporta renunciar a ser libres, y tanto nuestra renuncia como la del perro se produjo hace ya tanto que no podemos recordarla, y tampoco queremos saberla por los libros. Nos limitamos a dar por hecho que somos así, que los humanos somos así y hasta nos congratulamos de haber domesticado a otras especies, ignorando que primero —o tal vez al mismo tiempo— nos sometimos a nosotros mismos al convertirnos en seres sociales. El can de Ayuso, sin embargo, que se ha cansado de ser perro, clama contra uno de los pilares de su propia condición y de la nuestra. Contra la conducta gregaria, contra la costumbre —“No pienso volver a celebrar mi cumpleaños”—, contra lo establecido; pareciera que ha abierto los ojos tanto que se ha dado cuenta de que por muy socializado que esté, por muchas generaciones de domesticación que se hubieran sucedido desde que el perro es perro o el hombre es hombre, él está aquí solo, haciendo ridiculeces de perro solo, de hombre solo. Ayuso nos recuerda, a través de la mirada de su can, que somos seres domesticados, forzados a la coreografía de la vida en grupo y, en definitiva, presas de un redil cuya aparente transparencia, en ocasiones, y sólo en ocasiones, se disipa.

Marian Montesdeoca